10.02.2010

La dejé…

Dejé morir las lágrimas, la dejé morir, dejé que se ahogara tan acomodada ella en su piel de niña viviendo otra vida.

Partículas de agua traspasando el fondo, el armario, la sonrisa, el rio del arma, la desintoxicación y sus fractales. La dejé morir entera, magullada, lamiendo nadas en la deformidad, la dejé, me dejé estancada en el yo, líquida y pringosa.

La miré. Se sumergía su pelo, flotaba silencios, su pelo, sus lágrimas, se sumergía y la miré, mientras, flotaba, mordía palabras, bocados acuosos, vacios, introspectivos. Sedienta bebiendo de la propia sed la dejé ahogarse, el vestido flotaba, el pelo, los silencios, lágrimas mudas arrojaban desnudez, desbordadas las palabras bebiendo de su pecho.

La mujer deshidratada bebe, bebe de los tobillos, lame las muñecas, se solidifica en mujer congelada. El proceso de descongelación moja sus pies, humedece la piel que se vierte descamada, camaleónica, las células muertas revierten papel y tinta, turquesa, pasta de fibras vegetales blanqueadas, desleídas en agua.

De flojera y de artefactos la dejé morir, de sudor frio, de lluvia tatuada a luna completa. La dejé sumergirse de silencio, aullidos silentes, la miré, miré y ella, entretenida con su saliva, tragó su tuétano, corteza, materia acuosa, radiografía de mujer camaleónica, cóncava, construyendo embalses, ahogándose en pesadillas borrosas… ella buceó estalactitas de plata.

La dejé mojarse, lamer salitre, converger a tientas con el agua, verterse afluente caricia de rocas. Encauzó sus lágrimas aproximándose a las cascadas, matando insectos para morir de flojera y de artefactos.

La dejé estancarse con las aguas, estancada en el stop, en la lluvia del stop la dejé.
En las aguas, cubierta con un abrigo de nenúfar, convexa, suspendida de sueño y luna, la dejé en su letra. Vomitaba asfalto impaciente, franca, dopada de azul y blanco, en el cauce vertical de la ingravidez ceñida la dejé, conspiró con sirenas en la roca.

Amaneció claro, el alba era pura descamación, agua, palabras, riego corpuscular, partícula elemental del tiempo y su materia.

La dejé recorriendo mares, ríos, pactando océanos completos, la dejé morir, retozar sobre la música, congelarse en la costumbre… la dejé paladeando el mordisco, catapultando mojada, la dejé morir…

La dejé marchar con sombrero de medio laó bajo la lluvia.

Inés Infante 82

Inés Infante ve a través de la soledad, se le revuelven las tripas, contiene la respiración y obstaculiza los miedos, los odios, el cartel de rencor.

Infante macarra eructa sus quejidos, rapea su pena, es pequeña y quiere expandirse, crecer, desbordarse de esqueleto, abundar hasta la piel, descomponer el trueque del juego, ampliar sus conexiones neuronales, no sentir la soledad de la perra que camina delante de ella.

Inés mira a través de la soledad y ve más soledad, dilatada y puntiaguda en su planicie, lamenta el exorcismo, la guerra, y los animales atropellados en el asfalto.
Inés Infante es niña y perra, tripas revueltas y contenedora de respiraciones, obstáculo de miedos, arranca sus orejas al cartel del rencor, amplificada y puntiaguda, macarra, rapera de silencio.

Sueña en color Inés, un hombre con barba le advierte ideales, los órganos del hombre se están destruyendo, ella puede ver a través de su soledad, de la silente armadura que lo cubre.

El pecho de Inés Infante explota en infinitos fragmentos de fractal, escupe palabras durante años formando un nido, amor donde reposar sus huesos, la sangre, gotas, luto y duelo…Elipse cálido y blando, el nido de Inés Infante tiene ventanas para observar el mundo y unas alas.